La gente envidiosa no solamente desea tener lo que tienen los demás, sino que, además, vive en un estado permanente de queja e insatisfacción. ¿Dónde nace esta emoción tan destructiva? De la creencia que dice: “Yo nunca seré capaz de lograr lo que el otro logró”.
No existe tal cosa como la envidia sana, esta siempre resulta enfermiza. La razón es que no solo nos desenfoca de nuestros objetivos, sino que también viene acompañada de actitudes negativas, como la ira, la crítica, la dependencia y la frustración, que drenan nuestra energía y no nos permiten dedicarnos a construir un buen futuro.
La envidia no distingue sexo ni edad ni clase social ni religión. Cualquier persona es capaz de sufrir esta emoción que hace que se obsesione con los logros ajenos y, como resultado, no pueda ver todo lo bueno que la vida le pone por delante. En el fondo, el envidioso no le da valor a su propia vida, pues su estima está dañada y cree que los demás son siempre mejores que él.
Para salir de ese círculo vicioso, la persona necesita entender que todos los seres humanos somos valiosos, que nuestra valía no depende de lo que tenemos o hacemos, sino del simple hecho de existir. También debe darse cuenta de que las limitaciones no están afuera, sino únicamente en nuestra mente y que la felicidad es una actitud que podemos adoptar cada día.
La gente libre de envidia jamás se compara con nadie. No se distrae, solo se dedica a crecer en todas las áreas. Tampoco compite con nadie, ya que no precisa demostrarle nada a los demás. Sabe que no debe superar los logros ajenos, sino los propios y sus propios límites.
Salomón, un rey conocido por su sabiduría, expresó: “La envidia corroe los huesos”.
Dediquémonos a alcanzar la mejor versión de nosotros mismos y admiremos (no envidiemos) a aquellos que prosperan y tienen éxito en la vida; que ellos sean nuestra fuente de inspiración y motivación. Aprendamos cómo lo hicieron y atrevámonos a ir por más para ver todos nuestros sueños cumplidos.