lunes, abril 7, 2025

Dólares, reservas y ajuste: anatomía de un fracaso anunciado

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En una Argentina signada por las diferencias, hay al menos un consenso: el carácter bimonetario de su economía. Se usan dos monedas: el peso para transacciones cotidianas e impuestos, y el dólar para ahorrar, fijar precios de bienes durables y realizar operaciones externas. Esta dualidad responde a una historia de crisis e inflación que erosionó la confianza en la moneda local.

Por eso, acumular reservas en dólares es vital. Las reservas aportan solvencia para afrontar pagos, ayudan a moderar la volatilidad cambiaria, respaldan –aunque sea indirectamente– al peso y sostienen la actividad económica al garantizar la disponibilidad de insumos importados. En un país bimonetario, las reservas son mucho más que un dato contable: son una moneda política. Todos las miran. Y en marzo de 2025, dieron una pésima señal.

El mes pasado, el BCRA sufrió una nueva corrida que implicó una pérdida de US$ 3.065 millones, acumulando una caída de US$ 4.560 millones en el año. El salto del riesgo país, la mayor brecha cambiaria, la aceleración de las expectativas devaluatorias y la persistente sangría de reservas reflejan con crudeza el deterioro de la macro. A pesar del ajuste fiscal y un crawling peg del 1%, la inflación no cede y el esquema Milei-Caputo –basado en ajuste, atraso cambiario y carry-trade– muestra signos evidentes de agotamiento.

Hasta hace poco, el Central lograba comprar divisas en el mercado oficial, aunque sin acumular reservas netas por los pagos de deuda y la intervención sobre el CCL. En marzo todo cambió: el BCRA no solo volvió a perder reservas, sino que además vendió US$ 1.504 millones en el MULC. El dato refleja que la economía ya no genera dólares comerciales y que el impulso del blanqueo se agotó.

La venta en el MULC preocupa: era la única fuente genuina de divisas. Con reservas netas en terreno negativo –entre US$ 7 mil y US$ 10 mil millones– y una composición dominada por yuanes y encajes, la única liquidez disponible son los depósitos bancarios en dólares, que vienen cayendo desde febrero. Sin compras en el MULC, intervenir sobre la brecha implica usar más encajes, lo que vuelve al sistema aún más vulnerable.

El esquema Milei-Caputo transitó tres etapas. La primera, desde diciembre de 2023 hasta mediados de 2024, combinó tipo de cambio real alto y recesión para acumular reservas vía la caída de importaciones. La segunda se sostuvo gracias al blanqueo y al carry-trade con tasas del 20% anual en dólares. Pero el esquema tenía fecha de vencimiento. Con el agotamiento del blanqueo y el atraso cambiario cada vez más profundo, los incentivos cambiaron. El BCRA se volvió vendedor neto, y exportadores e importadores abandonaron el carry para buscar cobertura en el dólar. Así empezó la tercera etapa: el desarme del carry-trade.

Marzo marcó un punto de inflexión. El tipo de cambio real multilateral cayó por debajo del nivel de diciembre de 2023. Para recuperar el valor real del dólar de marzo de 2024 –cuando el FMI ya advertía sobre el desalineamiento–, la cotización debería trepar a $ 1.600, implicando un atraso cercano al 50%, consistente con nuestras estimaciones econométricas. En febrero, el superávit comercial fue de apenas US$ 227 millones, sostenido exclusivamente por el sector energético. Sin ese aporte, el resultado habría sido deficitario.

En paralelo, desde octubre salieron más de US$ 5 mil millones en depósitos en dólares, mayormente provenientes del blanqueo. Esta dinámica erosiona reservas brutas al reducir los encajes y debilita la capacidad del sistema financiero para otorgar crédito en moneda extranjera.

La gran incógnita hoy es el acuerdo con el FMI. No se conocen con certeza los montos ni las condiciones (a pesar de los intentos y los esfuerzos de las autoridades locales y del propio FMI por maquillar el fracaso), lo que eleva la incertidumbre. Pero el Gobierno necesita esos fondos, no para reactivar la economía ni estabilizar precios ni mejorar ingresos; tampoco serán utilizados para hacer las obras de infraestructura para potenciar la producción. Tiene un solo objetivo: ganar tiempo. El FMI aparece, así, como reemplazo del blanqueo para seguir sosteniendo la paridad cambiaria.

El deterioro actual no es fortuito: es el resultado de una serie de errores de política económica. Todo el daño ha sido autoinfligido. El primero fue una pésima administración de la devaluación inicial: ya en abril de 2024, el 80% del salto se había trasladado a precios. Lejos de buscar moderar el pass-through o coordinar con el sector privado, el Gobierno lo promovió, por tres razones: política (mostrar la inflación reprimida), económica (licuar el gasto) e ideológica (rechazo a cualquier tipo de acuerdo de precios). Un verdadero tiro en el pie.

El segundo error fue sostener con dogmatismo el ancla cambiaria del 2% mensual durante 2024, a pesar de que los precios nunca convergieron a ese ritmo. En febrero, la pauta bajó al 1%, agudizando el atraso. La suerte del tipo de cambio ya estaba echada; eligieron acelerar con fines electorales. Lo único que se logró fue un descenso transitorio de la inflación gracias al ancla, pero sin fundamentos reales.

El tercer error fue no acumular reservas cuando se pudo. La visión monetarista del balance de pagos –suponer que quitando pesos de circulación los dólares aparecerán– fracasó. Entre la rigidez ideológica, la narrativa del equilibrio fiscal todopoderoso y la miopía monetaria, el equipo económico dilapidó US$ 18.500 millones del superávit comercial de 2024 vía el dólar blend, solo para contener las cotizaciones financieras.

La inconsistencia entre política fiscal y monetaria es evidente. Mientras el ajuste fiscal reduce la cantidad de pesos, el carry-trade los multiplica. La emisión endógena generada en el carry terminó anulando cualquier efecto estabilizador del equilibrio fiscal. Hoy, el mercado cambiario cruje por esa bola de nieve de pesos. Y en el medio, un feroz ajuste redistributivo: los sectores que soportaron el ajuste transfieren ingresos a quienes capitalizaron los retornos del carry y se cubrieron a tiempo. En marzo, el ingreso cambió groseramente de manos. ¿Qué pasaría si, ante la expectativa de una nueva devaluación, los inversores decidieran dolarizar sus carteras reconvirtiendo sus instrumentos financieros que hoy tienen en pesos? ¿Cuál sería el tipo de cambio sostenible para cambiar ese volumen de pesos por los pocos dólares que hoy están en las reservas?

En definitiva, una secuencia de errores –políticos, electorales e ideológicos– derivó en un esfuerzo social totalmente inútil. El ajuste fiscal, de 4 puntos del PBI, recayó principalmente sobre jubilados, estudiantes y trabajadores públicos y privados. Y solo nos devolvió al mismo punto de partida: sin reservas, con atraso cambiario, expectativas devaluatorias y mayor incertidumbre. Todo eso, pero con ingresos notablemente más bajos en los sectores más golpeados por el ajuste.

En cualquier estrategia para bajar la inflación en una economía bimonetaria como la argentina –sea ortodoxa o heterodoxa– las reservas son la primera línea de defensa. En el caso de Milei, que hizo de la desinflación su principal bandera, la escasez de dólares no solo debilita su esquema, sino que lo condena. Sin reservas, no hay dolarización posible, ni régimen de libre competencia de monedas creíble. El dólar es un bien escaso, con precio pisado y cantidad racionada por un gobierno que niega el cepo, pero lo administra a diario. El resultado más evidente es una sangría que, lejos de detenerse, se acelera; y una inflación que no requiere necesariamente de un salto en el tipo de cambio para volver a crecer.

Como advertía Franklin D. Roosevelt: “Haz algo. Si funciona, sigue haciéndolo. Si no, intenta otra cosa”. El pragmatismo, ausente en la política económica actual, podría haber evitado buena parte de este fracaso anunciado.

*Economista y exsecretario de Comercio de la Nación.

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